Empezamos como cada día con un viaje en transporte público, bus hasta La Croix de Berny, y luego RER y metro hasta el Palacio del Louvre, donde ya habíamos estado antes, pero esta vez para entrar al museo. Llegamos con una hora de anticipación, y aprovechamos para pasear por los magníficos patios interiores del Palacio del Louvre, y por la gran explanada donde está la mítica pirámide en la que por supuesto, nos hicimos algunas fotos.

A pesar de llevar las entradas ya sacadas, había unas enormes colas que serpenteaban a ambos lados de la entrada, y que los empleados del museo gestionaban con agilidad. Colas independientes para cada hora de acceso, pero la entrada fue más rápida y sencilla de lo que parecía a primera vista. Una vez dentro dejamos nuestras cosas en consigna, y fuimos a recoger unas audio guías que habíamos contratado, y que resultaron ser un desastre. Eran Nintendo con auriculares y un programa con un interfaz nada intuitivo, incluso para los chicos, de pericia insuperable en esos menesteres… Las usamos un rato y en menos de una hora los cuatro las desechamos, no recuerdo el precio, pero dinero tirado.
El museo en sí mismo es un palacio grandioso con galerías, escaleras y salas muy espaciosas, si bien había riadas de gente, por lo que la visita resultaba un poco agobiante, sobre todo, cuando te acercabas a las obras más famosas como La Gioconda: para verla tenías que hacer una enorme cola y aceptar contemplarla rodeado de cientos de personas. Yo de hecho, renuncié a verla y esperé sentado en unos cómodos sillones de la galería exterior. Ver el Louvre, es sin duda una experiencia gimnástica, por lo que se agradece mucho la profusión de cómodos asientos que vas encontrando por todas partes.

Confieso que fui al Louvre por dar gusto a mi mujer y los chicos, que tenían mucho interés en visitarlo. Yo personalmente, no soy muy amigo de los museos, me parecen cárceles de vida, y siempre prefiero callejear y visitar parques y jardines, bulevares, puertos, plazas de abastos… Sobre todo me saturan los grandes museos como el Louvre, la versión grandes almacenes de los museos… Me interesa el arte, pero prefiero mil veces salas pequeñas con arte contemporáneo.
Entre los miles de lienzos históricos con reyes, santos, batallas y mártires, una obra me interesó por encima de todas, y a nivel personal es el mejor recuerdo que me traigo de la visita: La Victoria de Samotracia.
La Victoria de Samotracia es una escultura griega de mármol del S. II a.C. que representa a Niké, la diosa de la victoria, procede del santuario de los Cabiros en la isla de Samotracia, y conmemora una victoria naval: la figura femenina de la Victoria con alas se posa sobre la proa de un navío, que actúa de pedestal de la figura, cuyo cuerpo va envuelto en un manto que se adhiere al cuerpo dejando traslucir su anatomía.
La estatua está ubicada en el rellano de una amplísima escalera, de forma que cuando vas subiendo ves como te espera al final, en el centro, a la proa de su nave. Realmente nos impresionó a los cuatro y estuvimos un buen rato contemplándola, e incluso luchamos con la Nintendo hasta que logramos escuchar la locución sobre esta obra.

Después seguimos con la interminable serie de reyes, batallas y mártires, y a las dos o tres horas, decidimos hacer una parada para descansar y hacer nuestro picnic. Después de comer, mi mujer y el mayor quisieron seguir con la visita, pero el chico y yo decidimos que ya habíamos tenido bastante, así que nos marchamos a la calle y quedamos en vernos más tarde en los Jardines de las Tullerías, que están junto al Palacio del Louvre.
La espera fue agradable y pasó rápido, primero pasamos por un McDonald para entrar al baño y comprar un café, y luego nos sentamos al sol a fumar (yo), y a contemplar los patos en el estanque. En un par de horas, aparecieron los otros dos museistas con un bonito libro del Louvre que habían comprado, y que finalmente le regalamos a la novia del niño.
Era media tarde y el sol estaba alto, así que decidimos que era el momento perfecto para completar el día dando un paseo en barco por el Sena. Así que fuimos en metro desde Tullerías hasta Bir-Hakeim, y paseamos junto al río hasta el embarcadero de la compañía Bateaux Parisiens, justo a los pies de la Torre Eiffle.
Las entradas las habíamos sacado previamente y el acceso fue sencillo, con el único inconveniente, como siempre en Semana Santa, de que había mucha gente y no pudimos conseguir asientos en la cubierta superior, que seguramente es la mejor opción. Bajamos a la cubierta inferior, y allí encontramos dos plazas exteriores para los chicos, y dos interiores, junto a ellos, para mi mujer y para mí. No es la mejor ubicación, pero de todos modos el paseo fue muy agradable y los enormes vanos de los ventanales abiertos, permitían una vista perfecta. Había auriculares en todos los idiomas, y un señor te iba contando la historia de todos los monumentos que flanquean el Sena, y que vas contemplando durante la hora larga de navegación. Creo que los cuatro prescindimos de los auriculares, y nos dedicamos a contemplar la belleza de París desde su gran río, realmente es un paseo muy agradable y que recomiendo a cualquier persona que visite París.
Después del paseo en barco, decidimos caminar hasta la estación por la misma rivera del río, es decir, en vez de subir a Pont d´lena, caminamos por la misma rivera hasta el Pont de Bir-Hakiem, en cuyo extremo está la estación del mismo nombre, donde cogimos el RER para volver a casa.
El siguiente día era el último de nuestra estancia en París, y yo tenía planeado visitar el barrio de Belleville en el distrito XX. Es el antiguo barrio Chino, aunque hoy en día es una zona multicultural con mucho arte urbano y comida callejera. Además de los graffitis, quería visitar el cementerio de Père Lachaise, que es el más grande de París y uno de los más conocidos del mundo. Luego callejear por el barrio y visitar el Parque Buttes-Chaumont.
Para el resto del día, pensaba visitar el Museo de Orsay situado en un bonito edificio que es una antigua estación de tren, con pinturas de Moner, Renoir, Degas, y también postimpresionistas como Van Gogh, Tolouse-Lautrec o Cézanne. Y si nos daba tiempo, quería finalizar visitando Las Galerías Lafayette y el edificio de la ópera, que está justo enfrente.
Pero todo esto, así como el café Procope en el barrio latino, quedarán pendientes para una próxima visita, porque el chico se empeñó en que quería visitar los jardines del Palacio de Versalles, y en fin, decidimos darle gusto, así que por la mañana temprano, cogimos el RER y nos plantamos en Versalles. Llegamos a la estación de Porchefontaine, que está a unos 3 kilómetros del Palacio. Debería haber sido un paseo de 40 minutos, sin embargo tuvimos algunos problemillas de orientación y dimos por Versalles un paseo de algo más de una hora en suave ascenso, hasta que por fin llegamos al Palacio de Versalles. Cuando llegamos nos asustamos un poco, porque al estar improvisando, y en contra de lo que hacemos siempre, íbamos sin entradas y había unas colas inmensas. Sin embargo, preguntamos a una joven de información que nos atendió en un español escaso pero suficiente, y nos explicó que las colas eran para entrar al palacio, y que si sólo queríamos entrar a los jardines, debíamos avanzar hasta encontrar otra cola mucho menor. Encontramos fácilmente nuestra cola, que no era mucha pero tampoco era poca, y sobre todo, era lentísima. Creo que estuvimos cerca de una hora hasta que logramos entrar, así que, después de la horita en tren, más la horita de paseo, más la horita de cola al sol… cuando por fin nos vimos dentro, lo primero que hicimos fue buscar una sombra y sentarnos a descansar, beber agua, y comernos un buen bocata, antes de enfrentarnos a uno de los jardines más grandes del mundo.

Efectivamente, los Jardines de Versalles son considerados uno de los más grandes y magníficos jardines del mundo, una verdadera obra de arte. Construidos por orden de Luis XIV en el siglo XVII, los jardines fueron considerados tan importantes como el palacio y tardaron más de 40 años en completarse. Una tarea monumental, hubo que despejar pantanos y desplazar grandes cantidades de tierra para colocar los parterres, las fuentes, el invernadero y los canales. Se trajeron árboles de todos los rincones de Francia y miles de hombres trabajaron para dar vida al delirio del Rey Sol.
El jardín del Palacio tiene tres grandes parterres: el Parterre Norte, el Parterre Sur y el Parterre de Agua, y consisten en extensiones de plantas con patrones simétricos. Hay grandes piscinas rectangulares, estanques circulares, estatuas sostenidas por todo tipo de figuras de animales… y una balaustrada desde la que se puede admirar una impresionante vista del invernadero, que tiene más de 1.000 árboles con naranjos, limoneros, adelfas, granados, olivos y palmeras.

Para recorrer los jardines hay distintos senderos o paseos: El Paseo del Agua, bordeado por 14 fuentes que representan a niños sosteniendo pequeñas cuencas de agua.; y El Camino Real, que termina en la icónica Fuente de Apolo, bordeado de castaños, tejos, y esculturas.

Hay 386 esculturas de bronce, mármol y plomo, resultando el mayor museo de esculturas al aire libre del mundo. Las esculturas representan temas diversos como el amor, celebración, poder y gloria, todas encargadas por Luis XIV y utilizadas como metáforas del poder del Rey.

Por último, los bosquetes son como pequeños parques dentro de los jardines, adornados con fuentes y estatuas, ¿cómo no?. Hay quince pequeños bosquetes que una vez sirvieron como salones al aire libre. Los principales son el Bosquete de la Reina, el Bosquete de Castaños, y el Bosquete de los Baños de Apolo.

Como se puede imaginar, es prácticamente imposible ver todos los jardines en un sólo día, y andando al azar, corres el riesgo de dejarte sin ver parte de lo mejor, por lo que, sin duda, la mejor opción es contratar una visita guiada. Nosotros fuimos de forma improvisada y no pudimos hacerlo, pero aún así fue un día magnífico. Para moverte por los jardines, salvo que seas un triatleta necesitas algún medio de transporte, y tienes donde elegir: hay bicicletas de alquiler, buggies eléctricos de alquiler, y un trenecito que recorre todos los jardines con paradas en las diferentes zonas.
Nosotros elegimos el trenecito, así que sacamos nuestra entrada y cuando nos tocó nos montamos, esperando hacer un recorrido por los lugares de mayor interés, sin embargo, pronto comprendimos que no era un trenecito turístico, sino un mero medio de transporte con varias paradas en las que subía y bajaba gente. Es decir, te bajas en una zona, la visitas a pie, y cuando quieras, vuelves a la parada (y si tienes suerte y hay sitio en el trenecito, lo que no siempre ocurre, por lo que la paciencia y el buen talante son muy aconsejables), como digo, vuelves a la parada, y te desplazas en el trenecito hasta apearte en otra zona de los jardines. Como buenos turistas inexpertos, dimos una vuelta completa, pasando por todas las paradas sin apearnos en ninguna, hasta que llegamos al punto de partida, entonces comprendimos el mecanismo y volvimos a montarnos en el tren. Afortunadamente, la buena pasta que te cobran te sirve para montarte cuantas veces quieras durante todo el día.

Como íbamos sin plan ni brújula, en la segunda vuelta nos apeamos en una cualquiera de las paradas, y echamos a andar sin rumbo fijo. Recorrimos multitud de senderos, y vimos muchas fuentes y muchísimas estatuas, aunque lamentablemente no sabría decir con qué partes del jardín se correspondían. Diría que una visita como Dios manda exigiría volver en otro momento y contratar un guía. Pero el caso es que, cuando vuelva por París, no estoy seguro de querer volver a Versalles. Sin duda estos jardines impresionan, pero yo los veo como un delirio, como un canto al absolutismo, a la monarquía, y al exceso más absurdo e injustificado. Y eso por no hablar de que son jardines multi mutilados, en los que están podados a escuadra y cartabón hasta los pétalos de las flores.
En una parte de los jardines, hay una zona conocida como El Dominio de María Antonieta. Por lo visto María Antonieta y su esposo el Rey Sol tenían sus pequeñas o grandes trifulcas, así que cuando la señora se enfadaba por los excesos y desmanes amorosos del monarca, se iba del Palacio a sus propios dominios y allí se quedaba, y es curioso que en sus dominios se construyó una pequeña aldea de juguete con casas modestas como las que la gente normal habitaba en el mundo normal… vaya que tenía una especia de ciudad de play-mobile a tamaño natural… Casualmente, nosotros nos encontramos con El Dominio de María Antonieta, y pudimos visitar su aldea de juguete…
En fin, como digo, cuando vuelva por París creo que se me van a ocurrir cosas mejores que volver por Versalles. Sin embargo, al César lo que es del César: si os gustan los bonsáis gigantes, los jardines formales, los niños meando agua sobre cuencas de bronce sostenidas por delfines que nadan entre adelfas que crecen entre insectos mitológicos que emanan de un caldo que son las lágrimas de Apolo que….. En fin…
Con todo, tengo que decir que fue un día magnífico, los cuatro juntos, todo el día al aire libre, con un sol espléndido, haciendo senderismo por un campo muy ordenadito.

Cuando terminamos nuestra visita, andamos hasta la estación, esta vez más derechos, y tomamos el RER hasta Fresnes, donde estaba nuestro apartamento. Era la última noche y ya habíamos cogido confianza con nuestros vecinos musulmanes del suburbio parisino, así que después de ducharnos, nos fuimos a cenar al Restaurant Istanbul, en Rés de la Tuilerie, donde nos despachamos unos kebab espectaculares con Cherry Coke.

Al día siguiente madrugamos para hacer el equipaje y en el último momento, me acerqué a una carnicería musulmana donde compré como recuerdo unos bonitos vasos de té, y unos tarros de miel de semilla negra. Las vasitos son preciosos, pero la miel es un engrudo que deberíamos tirar a la basura, cosa imposible porque mi mujer y mi madre están empeñadas en gastarla de a poquitos…
El viaje de vuelta transcurrió tranquilo sin mayor novedad, otra vez disfrutando del picnic en las magníficas áreas de descanso que tanto nos gustan en las carreteras francesas. Hicimos noche en un bonito apartamento en Urrugne, en el País Vasco Francés, ya cerquita de la frontera. Urrugne nos pareció muy bonito, igual que nos lo pareció San Sebastián en la ida, habrá que volver con más calma por tierras vascas, aunque esa, amigos, ya será otra historia.
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